TSG 1899 Hoffenheim – FC Bayern München: Cómo promover el respeto en el fútbol

 

El Hoffenheim-Bayern disputado hoy en el PreZero Arena iba a ser, a priori, un partido como otro cualquiera. Los locales se encontraban en plena lucha por acceder a puestos europeos y los bávaros buscaban seguir extendiendo su dulce momento de forma después de pasar por encima del Chelsea en la ida de los octavos de final de la Champions League. El encuentro comenzó y Hans-Dieter Flick encendió de nuevo la apisonadora, esa que se activa cuando llega el tramo decisivo de la temporada en la Bundesliga. A los dos minutos el Bayern ya estaba por delante y al descanso ya era un cuatro el número que lucía en el marcador. Poca historia: regalos defensivos de un equipo que arriesga mucho en salida de balón, un Müller disfrazado de cartero regalando asistencias a todo el mundo (lleva ya 16 en lo que va de campeonato) y una efectividad de los visitantes que demostró que no solo Lewandowski firma los goles.

Poco después del minuto 60, Goretzka picó el balón por encima de Baumann después de una jugada perfecta iniciada por Joshua Kimmich desde la defensa para anotar el sexto tanto. El Bayern no soltaba el pie del acelerador y su fútbol estaba alcanzando un ritmo y un nivel de escándalo, probablemente el más sofisticado de la temporada. Sin embargo, las cosas se torcieron, y no precisamente por lo que sucedía en el terreno de juego, que ya no tenía gran relevancia, sino por lo que estaba pasando en el sector de la grada ocupado por los aficionados del equipo visitante. Más allá de las bengalas, que ya retrasaron unos segundos el comienzo de la segunda mitad, lo que llamó la atención del árbitro y de todo el estadio fueron los cánticos y las pancartas que ciertos personajes entonaban y sostenían con orgullo en esa esquina del estadio. Dietmar Hopp, dueño del Hoffenheim y número 96 en la lista de las personas más ricas del mundo elaborada por la revista Forbes, era la diana del odio de aquellos individuos.

Tal era la dimensión de los insultos que el árbitro optó por detener el juego hasta que se calmase la situación. Cuando los jugadores y el cuerpo técnico se dieron cuenta de lo que estaba pasando, no tardaron en ir corriendo a aquel lado del campo para dirigirse a sus aficionados y hacerlos entrar en razón. Flick, furioso, gritó y realizó múltiples aspavientos que mostraban su preocupación y su incredulidad ante el sorprendente comportamiento de su propia gente. El partido se reanudó, pero no tardó en pararse de nuevo, ya que los cánticos no cesaban y las pancartas no desaparecían. Entonces ya no fue el entrenador el único que se encaró con los suyos, sino que incluso leyendas del club como Salihamidzic (director deportivo), Oliver Kahn (miembro del Consejo Directivo) o el propio Rummenigge (director general), tuvieron que saltar al césped para abordar a sus ultras, avergonzados, como después afirmaría este último ante la prensa, por su comportamiento.

Unos diez o quince minutos después, el árbitro llamó de nuevo a los veintidós futbolistas que estaban sobre el terreno de juego para que el balón volviese a rodar y cerrar el trámite que suponía ese último cuarto de hora que quedaba por disputarse. No obstante, probablemente como parte de la disculpa y muestra de respeto de Rummenigge y el resto del cuerpo técnico ante Dietmar Hopp, los jugadores de ambos clubes comenzaron a pelotear entre ellos, dejando correr el tiempo hasta que el colegiado señaló el final. Los aplausos de la gran mayoría del estadio terminaron ahogando las voces y los actos de un puñado de sinvergüenzas disfrazados de aficionados del Bayern de Múnich. Tras los tres pitidos, locales y visitantes se unieron para mostrar su agradecimiento a la multitud por su apoyo en la decisión tomada y todo terminó con un abrazo entre Karl-Heinz Rummenigge y Dietmar Hopp.

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Lo que se presentaba como un simple partido de fútbol, una tarde para disfrutar en la pequeña localidad de Sinsheim de uno de los clubes más grandes del planeta, terminó siendo una lección histórica para todo el mundo del deporte sobre lo que se debe hacer en cualquier caso de violencia, falta de respeto, racismo, homofobia, xenofobia y todas las demás fobias que existan. Después del bochorno vivido en Portugal por los insultos a Marega, delantero del Porto, dónde ni el árbitro tuvo la valentía ni la determinación suficientes para detener el encuentro ni los compañeros del jugador se atrevieron a abandonar el campo con él, lo vivido hoy en Alemania sí se puede tomar como procedimiento ejemplar en casos posteriores. Todo esto se puede observar desde diferentes puntos de vista.

En primer lugar, la mala educación es un factor externo al fútbol que siempre lo va a condicionar por el simple hecho de que no depende del propio deporte. Es imposible controlar que todo el mundo que accede a un recinto a presenciar un espectáculo tenga unos niveles de civilización, educación y respeto básicos. No creo que se puedan erradicar del fútbol completamente el racismo, la homofobia y otras conductas más bien propias de los tiempos de los imperios y las conquistas, pero presentes todavía en la actualidad; aunque sí se pueden castigar severamente. El fútbol saca lo mejor y lo peor de los seres humanos: la competitividad, el compañerismo, la entrega o el respeto; pero también la agresividad, la violencia, las pulsiones básicas del ser humano descritas por Freud en su psicoanálisis. Este deporte puede ayudar en el proceso educativo a muchos niños y niñas, pero está claro que no puede funcionar como una escuela universal que cambie comportamientos de personas maduras desarrolladas en ambientes y culturas totalmente diversas.

En segundo lugar, queda claro que la política y la economía son elementos inseparables del fútbol. Los insultos a Dietmar Hopp se debieron, precisamente, a que, como empresario poderoso, utilizó su capacidad económica para comprar un equipo e inyectarle dinero. Esta es una práctica más que habitual en los últimos tiempos, con multitud de casos de jeques o rusos adinerados que no saben qué hacer con tanto caudal y deciden introducirse en este mundo. No obstante, Alemania es un país donde se protege bastante la esencia más tradicional del fútbol. La Regla 50+1, aprobada por la DFL (Liga de Fútbol Alemán) en 1998, establece que al menos el 50% más una acción del total deben estar en manos de los hinchas que sean socios del club. Así, a pesar de poder constituirse en sociedades anónimas, los clubes alemanes protegen a la gente que realmente es aficionada y se interesa por la faceta deportiva. Dietmar Hopp, casualmente, es uno de los principales detractores de esa regla, hecho que le costó más de una situación como la vivida hoy en el enfrentamiento contra el Bayern, pero nunca con las consecuencias vistas esta tarde. Por poner otro ejemplo, el Leipzig se convirtió en uno de los equipos más odiados de toda Alemania precisamente por la inyección de dinero que recibió de la empresa de bebidas energéticas Red Bull.

Por último, extrayendo lo positivo de la bochornosa experiencia de hoy, queda demostrado que las decisiones en casos de violencia o falta de respeto como el de hoy deben ser mucho más drásticas y deben priorizar la ética al aspecto deportivo y al aspecto económico. Estoy de acuerdo con que el comportamiento de cuatro imbéciles no debería estropear un espectáculo tan bonito para miles de personas como es un partido de fútbol en directo, pero no se puede tolerar lo intolerable. Espero una sanción ejemplar al Bayern de Múnich, que, a pesar de no tener la culpa de lo sucedido, es el responsable en última instancia del comportamiento de sus aficionados; y también espero que se localice a los cabecillas que dirigían los cánticos e izaban las pancartas y que se les prohíba totalmente la entrada al Allianz Arena. Esto no quiere decir que defienda la postura de Dietmar Hopp o la visión empresarial del fútbol que mantienen equipos como el mencionado Leipzig, el Manchester City o el Paris Saint-Germain. De hecho, me declaro defensor total de la Regla 50+1 y del poder de decisión de la «gente de club», pero la forma de frenar un proceso (por otra parte, irrefrenable) de politización y «empresarialización» del deporte nunca va a pasar por llamar «hijo de puta» a una persona que simplemente decidió invertir su dinero, libremente y en todo su derecho, en ser accionista mayoritario de un club de fútbol.

 

 

 

 

 

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